¡Que tremenda declaración! ¿Quién más fuera de Dios mismo pudiera decir semejante cosa? Si el que dijo esto no es el mismo Creador del universo, entonces, ¿QUIÉN ES?
Nuevamente he sido impulsado por el Espíritu Santo para insistir en la terribilidad y en la grandeza del Señor Jesús, nuestro Dios y Salvador. Este tema, al igual que otros son también fundamentales en “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jud. 3:3), es necesario repetirlo continuamente tanto para reconfirmación como para conocimiento de los muchos que aún ignoran que “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Heb. 13:8). El hecho de sus diferentes manifestaciones en relación con sus criaturas no implica en ninguna manera que “Él” cambie o mengue, pues Él es el mismo, “Padre de las luces en el cual no hay mudanza ni sombra de variación” (Stg. 1:17). De Él viene, ciertamente, “toda buena dadiva y todo don perfecto”, pero también en su mano tiene “las llaves del infierno y de la muerte” (Ap. 1:18). Él es el Dios de Amor (1 Jn. 4:8), pero también “es fuego consumidor” (He. 12:29). Es el Dios de bondad, pero también de severidad (Ro. 11:22).
El problema entre el cristianismo, vuelvo a insistir, es que en su grande mayoría tienen la mente acondicionada en tal forma que fácilmente desestiman la “majestad” y “grandeza” del Señor. Todos están de acuerdo que Él es el Señor, pero a la misma vez ignoran completamente el tremendo significado del término “SEÑOR”. Pues hablando de la Divinidad, la Escritura nos señala que no hay más que “Un Señor” (Ef. 4:5), y ese Señor es nada menos que el único y Todopoderoso Dios, nuestro Señor Jesucristo (1 Jn. 5:20). Muchos, inclusive, están de acuerdo en aceptarlo como su Salvador, y disfrutar de los beneficios de su manifestación de amor, pero no están dispuestos a verle y a temerle como el Dios del cual está dicho: “Y la terribilidad de tus valentías dirán los hombres” (Sal. 145:6). Si esta operación mental de desestimación del Eterno trabaja en las mentes de quienes han recibido revelación entender que Dios es UNO, y UNO es su Nombre, ¿cuánto mas fuerte será esta operación en las mentes de aquellos para quienes el Señor Jesús es solamente la segunda persona de una Trinidad, o de aquellos para quienes Jesucristo es solamente el asistente del Señor?
Si mi hermano lector se fija detenidamente en el texto inicial que encabeza nuestro tema, y considera la tremenda declaración hecha allí por el Señor Jesús, va a estar de acuerdo conmigo, con Tomás (Jn. 20:28), con Pedro (2 Pe. 1:1), con Juan (1 Jn. 5:20), y con Pablo (Ro. 9:5), de que Jesucristo es Dios mismo manifestado en carne (Mt. 1:23 y 2 Co. 5:19 y 1 Ti. 3:16). En el Antiguo Testamento el Señor nuestro Dios declara muy enfáticamente que no hay otro Dios fuera de Él, y que nadie puede salvar más que Él (Is. 43:10-11 y 44:6-8 y 45:21-22). Si el que dijo en el Nuevo Testamento: “TODA POTESTAD ME ES DADA EN EL CIELO Y EN LA TIERRA”, no es el mismo Todopoderoso y terrible Señor del Antiguo Testamento, sería en todo caso el más terrible impostor de todas las edades. Pero tal cosa no puede ser posible por cuanto el Señor Jesús no solamente dijo que es el Todopoderoso, sino que lo probó sanando a los enfermos, echando fuera los demonios, multiplicando milagrosamente los alimentos, resucitando a los muertos, sujetando a los elementos de la naturaleza, y finalmente triunfando Él mismo sobre la muerte. Es pues este mismo imponente y majestuoso personaje el que le dice a Juan: “Yo soy el Alpha y Omega principio y fin, dice el Señor, que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso,” y “No temas; yo soy el primero y el último. Y el que vivo y ha sido muerto, y he aquí que vivo por siglos de siglos. Amén. Y tengo las llaves del infierno y de la muerte” (Ap. 1:8, 17 y 18).
Jesucristo el Señor es nuestro Dios, el Todopoderoso. El es el único, y fuera de Él no hay nadie más. En su Espíritu invisible, infinito, es el Padre (Mt. 6:9). En su cuerpo visible, con el que se presentó a los antiguos, y el que también se vistió de humanidad, es el Hijo (Col. 1:15). En su operación regeneradora es el Espíritu Santo (Tit. 3:5). No pueden ser dos personas, o dos Dioses, mucho menos tres. Desde el principio a Israel le fue dicho en una forma enfática: “Oye Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor uno es” (Deut. 6:4), y hasta el presente día, y hasta la eternidad, Dios es UNO y uno es su Nombre como está escrito (Zac. 14:9). Su manifestación de amor, al presentarse ante sus criaturas en la forma de una de ellas (Fil. 2:6-8), es lo que la Escritura llama “el misterio de la piedad” (1 Tim. 3:16), y este misterio, precisamente al no tener revelación para entenderse, es el que usa el enemigo para confundir las mentes de millones de profesantes cristianos, y hacerlos que tengan en menor estima al Señor Jesús, el TODOPODEROSO (Mt. 28:18).
El Dios de Israel, el Dios de toda la humanidad, desde antes de la fundación del mundo tenía y ha propuesto el redimir con sangre al género humano caído (1 Ped. 1:18-20). Mas esto no podía realizarlo en su cuerpo de gloria- o sea en su cuerpo celestial- (1 Cor. 15:40) en el cual lo vieron los patriarcas y los profetas (Gen. 18:1-3, y 32:24-49, Jos. 5:13-15, y Jue. 13:3-22, y Is. 6:1-4, y Dan. 7:9-10), porque ese cuerpo no es de carne ni tiene sangre (1 Cor. 15:50). Era pues necesario que Él mismo participara de carne y sangre (Heb. 2:14)-al igual que los hijos- “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo, porque ciertamente, no tomó a los ángeles, sino a la simiente de Abraham tomó”. Mas precisamente al presentarse “en la condición como hombre” (Fil. 2:8), fue tenido en poco por los mismos suyos (Juan 1:1), quienes aún le dijeron: “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia, y porque tú, siendo hombre, te haces DIOS” (Juan 10:33). En cambio a los apóstoles Pedro, Juan y Santiago, el Señor Jesús nuestro Dios quiso hacerlos testigos oculares de su divinidad; los llevó con Él declara muy enfáticamente que no hay otro Dios fuera de Él, y que nadie puede salvar más que Él (Is. 43:10-11 y 44:6-8 y 45:21-22). Si el que dijo en el Nuevo Testamento: “TODA POTESTAD ME ES DADA EN EL CIELO Y EN LA TIERRA”, no es el mismo Todopoderoso y terrible Señor del Antiguo Testamento, sería en todo caso el más terrible impostor de todas las edades. Pero tal cosa no puede ser posible por cuanto el Señor Jesús no solamente dijo que es el Todopoderoso, sino que lo probó sanando a los enfermos, echando fuera los demonios, multiplicando milagrosamente los alimentos, resucitando a los muertos, sujetando a los elementos de la naturaleza, y finalmente triunfando Él mismo sobre la muerte. Es pues este mismo imponente y majestuoso personaje el que le dice a Juan: “Yo soy el Alpha y Omega principio y fin, dice el Señor, que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso,” y “No temas; yo soy el primero y el último. Y el que vivo y ha sido muerto, y he aquí que vivo por siglos de siglos. Amén. Y tengo las llaves del infierno y de la muerte” (Ap. 1:8, 17 y 18).
Jesucristo el Señor es nuestro Dios, el Todopoderoso. El es el único, y fuera de Él no hay nadie más. En su Espíritu invisible, infinito, es el Padre (Mt. 6:9). En su cuerpo visible, con el que se presentó a los antiguos, y el que también se vistió de humanidad, es el Hijo (Col. 1:15). En su operación regeneradora es el Espíritu Santo (Tit. 3:5). No pueden ser dos personas, o dos Dioses, mucho menos tres. Desde el principio a Israel le fue dicho en una forma enfática: “Oye Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor uno es” (Deut. 6:4), y hasta el presente día, y hasta la eternidad, Dios es UNO y uno es su Nombre como está escrito (Zac. 14:9). Su manifestación de amor, al presentarse ante sus criaturas en la forma de una de ellas (Fil. 2:6-8), es lo que la Escritura llama “el misterio de la piedad” (1 Tim. 3:16), y este misterio, precisamente al no tener revelación para entenderse, es el que usa el enemigo para confundir las mentes de millones de profesantes cristianos, y hacerlos que tengan en menor estima al Señor Jesús, el TODOPODEROSO (Mt. 28:18).
El Dios de Israel, el Dios de toda la humanidad, desde antes de la fundación del mundo tenía y ha propuesto el redimir con sangre al género humano caído (1 Ped. 1:18-20). Mas esto no podía realizarlo en su cuerpo de gloria- o sea en su cuerpo celestial- (1 Cor. 15:40) en el cual lo vieron los patriarcas y los profetas (Gen. 18:1-3, y 32:24-49, Jos. 5:13-15, y Jue. 13:3-22, y Is. 6:1-4, y Dan. 7:9-10), porque ese cuerpo no es de carne ni tiene sangre (1 Cor. 15:50). Era pues necesario que Él mismo participara de carne y sangre (Heb. 2:14)-al igual que los hijos- “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo, porque ciertamente, no tomó a los ángeles, sino a la simiente de Abraham tomó”. Mas precisamente al presentarse “en la condición como hombre” (Fil. 2:8), fue tenido en poco por los mismos suyos (Juan 1:1), quienes aún le dijeron: “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia, y porque tú, siendo hombre, te haces DIOS” (Juan 10:33). En cambio a los apóstoles Pedro, Juan y Santiago, el Señor Jesús nuestro Dios quiso hacerlos testigos oculares de su divinidad; los llevó con Él declara muy enfáticamente que no hay otro Dios fuera de Él, y que nadie puede salvar más que Él (Is. 43:10-11 y 44:6-8 y 45:21-22). Si el que dijo en el Nuevo Testamento: “TODA POTESTAD ME ES DADA EN EL CIELO Y EN LA TIERRA”, no es el mismo Todopoderoso y terrible Señor del Antiguo Testamento, sería en todo caso el más terrible impostor de todas las edades. Pero tal cosa no puede ser posible por cuanto el Señor Jesús no solamente dijo que es el Todopoderoso, sino que lo probó sanando a los enfermos, echando fuera los demonios, multiplicando milagrosamente los alimentos, resucitando a los muertos, sujetando a los elementos de la naturaleza, y finalmente triunfando Él mismo sobre la muerte. Es pues este mismo imponente y majestuoso personaje el que le dice a Juan: “Yo soy el Alpha y Omega principio y fin, dice el Señor, que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso,” y “No temas; yo soy el primero y el último. Y el que vivo y ha sido muerto, y he aquí que vivo por siglos de siglos. Amén. Y tengo las llaves del infierno y de la muerte” (Ap. 1:8, 17 y 18).
Jesucristo el Señor es nuestro Dios, el Todopoderoso. El es el único, y fuera de Él no hay nadie más. En su Espíritu invisible, infinito, es el Padre (Mt. 6:9). En su cuerpo visible, con el que se presentó a los antiguos, y el que también se vistió de humanidad, es el Hijo (Col. 1:15). En su operación regeneradora es el Espíritu Santo (Tit. 3:5). No pueden ser dos personas, o dos Dioses, mucho menos tres. Desde el principio a Israel le fue dicho en una forma enfática: “Oye Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor uno es” (Deut. 6:4), y hasta el presente día, y hasta la eternidad, Dios es UNO y uno es su Nombre como está escrito (Zac. 14:9). Su manifestación de amor, al presentarse ante sus criaturas en la forma de una de ellas (Fil. 2:6-8), es lo que la Escritura llama “el misterio de la piedad” (1 Tim. 3:16), y este misterio, precisamente al no tener revelación para entenderse, es el que usa el enemigo para confundir las mentes de millones de profesantes cristianos, y hacerlos que tengan en menor estima al Señor Jesús, el TODOPODEROSO (Mt. 28:18).
El Dios de Israel, el Dios de toda la humanidad, desde antes de la fundación del mundo tenía y ha propuesto el redimir con sangre al género humano caído (1 Ped. 1:18-20). Mas esto no podía realizarlo en su cuerpo de gloria- o sea en su cuerpo celestial- (1 Cor. 15:40) en el cual lo vieron los patriarcas y los profetas (Gen. 18:1-3, y 32:24-49, Jos. 5:13-15, y Jue. 13:3-22, y Is. 6:1-4, y Dan. 7:9-10), porque ese cuerpo no es de carne ni tiene sangre (1 Cor. 15:50). Era pues necesario que Él mismo participara de carne y sangre (Heb. 2:14)-al igual que los hijos- “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo, porque ciertamente, no tomó a los ángeles, sino a la simiente de Abraham tomó”. Mas precisamente al presentarse “en la condición como hombre” (Fil. 2:8), fue tenido en poco por los mismos suyos (Juan 1:1), quienes aún le dijeron: “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia, y porque tú, siendo hombre, te haces DIOS” (Juan 10:33). En cambio a los apóstoles Pedro, Juan y Santiago, el Señor Jesús nuestro Dios quiso hacerlos testigos oculares de su divinidad; los llevó con Él al monte (Mt. 17:1-2), y delante de ellos se descubrió por un momento “su velo de carne” (Heb. 10:20), pudieron ver ya no al humilde Galileo, sino al mismo Todopode-roso que vieron Isaías y Daniel en toda la majestad de su gloria (Is. 6:1-4 y Dn. 7:9-10). Por razón entonces de haber recibido la revelación “del misterio de la piedad”, todos los apóstoles hablan del Señor no solamente como el Hijo (la Imagen visible) de Dios, sino como DIOS.
Por tanto, cuando el Señor les hizo a los discípulos la tremenda declaración que encabeza este artículo, ellos entendieron plenamente que estaba delante de ellos el mismo Todopoderoso Dios, el Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, quien vino a este mundo manifestado en carne para pagar con su propia sangre el rescate de nuestras almas, y para revelar, y descubrir su maravilloso Nombre en el cual le ha placido depositar su salvación (Hech. 4:12). Así que cuando les mandó a “doctrinar a todos los Gentiles, bautizándolos en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”, ellos no tuvieron ningún problema para entender cual es EL NOMBRE, y así fueron y bautizaron a miles y miles en el maravilloso nombre de Dios: JESUCRISTO EL SEÑOR.
Pero naturalmente que el diablo no iba a estar conforme con ello, y así fue que engañó desde el principio a todos los que se descuidaron, y les dijo (desde entonces y hasta ahora) que ciertamente Dios es uno, pero que está integrado de tres personas distintas. Que la Trinidad es un misterio que nadie puede explicar en realidad, pero que deben de creerlo aún sin entenderlo. Les dijo también que los apóstoles se equivocaron, y que aún desobedecieron el mandamiento del Señor al bautizar en el Nombre de Jesucristo, y los convenció para que en vez de invocar “Su Nombre” en el bautismo (Hech. 22:16), usaran los títulos Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Mas el enemigo no se ha conformado con eso, sino que a muchos de los que aún tienen la revelación de la Divinidad y han entendido cuál es El Nombre, les ha trabajado en la mente hasta este presente día para que no realicen en toda su plenitud que Jesucristo es el Dios Todopoderoso. Pues, como ya he insistido anteriormente, solamente miran en el reflejo del amor de Dios, y pasan por alto la terrible realidad de que Él es también fuego consumidor. La mayoría de los que así lo tienen en poco, ciertamente que no lo dicen con sus labios, sino que demuestran con sus vidas y con sus acciones. Pues por un lado predican a Cristo y testifican de Él, y por otro lado “no hacen justicia ni aman a su hermano” (1 Jn. 3:10). En los labios tienen alabanza y en el corazón arrogancia.
En el Antiguo Testamento el Señor dice: “Si soy Señor, ¿qué es de mi temor? (Mal. 1:6), y en el Nuevo Testamento pregunta: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que digo?” La causa por la que muchos cristianos no sirven al Señor Jesús como Él ordena es, precisamente, que muchos de sus hijos lo tienen en poco. Pues aunque ya lo conocen, ciertamente, en verdad no realizan que Él no es solamente el buen Salvador, sino también el DIOS TODOPODEROSO puesto que la tremenda declaración sigue en efecto: “TODA POTESTAD ME ES DADA EN EL CIELO Y EN LA TIERRA”.
Pastor Efraim Valverde Sr
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